En 2020 y el principio de 2021, más allá de los estragos anuales de las temporadas de huracanes y tifones que cada vez agitan con más virulencia las costas de Asia y América, hemos podido contemplar la fuerza devastadora de los incendios en Australia que consumieron más de diez millones de hectáreas de terreno. También hemos podido ver llegar la nieve en proporciones nunca vistas en un siglo a latitudes como el centro de España, asombrarnos con la más extensa plaga de langostas en África que puso en riesgo el suministro alimenticio del este del continente o descubrir cómo las nubes de polvo procedentes del Sahara llegaban hasta el Caribe Central y cubrían de un polvo denso e insoportable lugares tan lejanos del Norte de África como Cuba o Puerto Rico.
La teoría más ampliamente aceptada del desencadenamiento de la epidemia de COVID19 por la acción del hombre sobre los ecosistemas animales, no es más que la punta del iceberg de la inevitable comprensión que debemos tener de cómo afectan nuestros comportamientos en el desarrollo natural y de cómo los fenómenos de la naturaleza no dejan de demostrarnos su fuerza inmensa y su imposible control.